Hasta 1988, en el ceremonial mexicano no se incluía la invitación a jefes de Estado extranjeros a la toma de posesión del cargo de presidente de la República. Nada hacía necesaria esa presencia pues, a diferencia de las monarquías en que las coronaciones son simultáneamente actos de Estado y de familia, se trataba de un acto republicano en el cual la legitimidad y solemnidad radicaba en el hecho de que el pueblo, representado por el Congreso, hace entrega del mando a quien será desde ese momento el jefe del Estado mexicano. Como no se trata de visitas de Estado, ni siquiera de visitas de trabajo, sino simplemente de asistir a una ceremonia, la presencia de un jefe de Estado extranjero no aporta mucho. A menos, claro, que se requiera legitimar el acto con la presencia de tan distinguidos invitados, situación que solamente se configura en el caso de un gobierno adulterino. Tenemos antecedentes.
Cuando Carlos Salinas asumió el poder, su legitimidad era objetada por la gran mayoría del pueblo mexicano que había sufrido el golpe de Estado administrativo que atropelló su decisión de que el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas ocupara la Presidencia de la República. Para contrarrestar esa opinión se procuró conseguir que el hombre insignia de la izquierda latinoamericana sancionara con su presencia la legitimidad del gobierno. Pero considerando que, como invitado único el comandante Fidel Castro no aceptaría, se pensó en facilitar su asistencia invitando a todos los presidentes en la región a la ceremonia de toma de posesión. La mayoría, entre ellos el propio Fidel Castro, aceptaron la invitación y asistieron al acto. La izquierda mexicana criticó acerbamente la visita porque la consideraba poco solidaria. En realidad el factor que determinó la presencia del comandante fue que el directamente agraviado ya había aceptado el despojo y a Salinas como presidente. Fue una decisión pragmática. No se podía pedir a los cubanos que defendieran lo que los mexicanos ya habían rendido.
En el medio burocrático el precedente hace costumbre y tanto el presidente Zedillo como el presidente Fox buscaron la innecesaria presencia de sus colegas latinoamericanos en las ceremonias en que asumieron la Presidencia de la República. Con ése y otros antecedentes ha cundido en Latinoamérica la costumbre de ese insulso ceremonial. Cierta conciencia del engorro que representan tales viajes hace que los presidentes mexicanos inviten a su fiesta, pero no asistan a las que se les invita.
Hoy se presenta un escenario que guarda tan grandes semejanzas como importantes diferencias con el que privaba en el 88. Un hombre derrotado electoralmente pretende asumir la presidencia aupado por un golpe de Estado administrativo. También es repudiado por la población y también necesita una fuente de legitimación extraña al país. Hasta ahí el paralelismo. Las diferencias empiezan en el hecho de que ahora no se aceptó el fraude. En vez de rendición existe la determinación de resistirse al abuso y el supuesto vencido ha sido erigido presidente legítimo de México mientras el falso vencedor pretende asumir una presidencia espuria.
En las circunstancias actuales, el presidente legítimo no está ante la disyuntiva de invitar o no a jefes de Estado extranjeros. Si lo estuviera, por su propio carácter y su condición de juarista, el presidente López Obrador no invitaría a presidentes extranjeros a convalidar su asunción del mando. El acto del 20 de noviembre no tendrá los ribetes cortesanos de los pasados sexenios y recobrará su carácter netamente republicano.
En cambio, el usurpador enfrenta un dilema: aislarse o exhibirse. Sabe que la resistencia popular se hará presente en cualquier acto que pretenda significar la asunción ilegal del mando. Si invita a los presidentes latinoamericanos, los que asistan estarán encerrados en los círculos de hierro y armas en los que se protege el usurpador de la pacífica pero enérgica protesta popular. Sin embargo, no podrá evitar que sus invitados presencien el repudio popular que provoca su persona y lo que representa, algo que también será atestiguado por la prensa mundial.
Si decidiera no invitarlos no podrá convencer ni a sus parciales de que optó por el formato republicano. Todos los mexicanos sabremos que quiso evitar que el propio pueblo lo exhiba como el defraudador que es y que el mundo sepa que su presidencia será efímera y menguada. Esto también lo atestiguarán los medios internacionales.
Aun si optara por la cándida estrategia de considerar que su presidencia se inicia el primer segundo del día primero de diciembre y que lo demás es una simple ceremonia que se puede obviar (si no hay fiesta no hay invitados) lo que resultaría sería solamente la exhibición de un presidente carente de autoridad, que tiene que esconderse de su pueblo y con el espacio reducido al círculo de seguridad que le rodea.
Estos escenarios son solamente los del momento inaugural. Los defraudadores ya han recibido dos lecciones en materia de ceremonial público: el informe y el grito. Viene la tercera y hay otros cursos. Malos cálculos son los de aquellos que piensan que pueden gobernar contra la voluntad popular. En el infierno las salas de la frustración están abarrotadas, pero siempre cabe un iluso más.
Por Gustavo Iruegas
Fuente:La Jornada
Cuando Carlos Salinas asumió el poder, su legitimidad era objetada por la gran mayoría del pueblo mexicano que había sufrido el golpe de Estado administrativo que atropelló su decisión de que el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas ocupara la Presidencia de la República. Para contrarrestar esa opinión se procuró conseguir que el hombre insignia de la izquierda latinoamericana sancionara con su presencia la legitimidad del gobierno. Pero considerando que, como invitado único el comandante Fidel Castro no aceptaría, se pensó en facilitar su asistencia invitando a todos los presidentes en la región a la ceremonia de toma de posesión. La mayoría, entre ellos el propio Fidel Castro, aceptaron la invitación y asistieron al acto. La izquierda mexicana criticó acerbamente la visita porque la consideraba poco solidaria. En realidad el factor que determinó la presencia del comandante fue que el directamente agraviado ya había aceptado el despojo y a Salinas como presidente. Fue una decisión pragmática. No se podía pedir a los cubanos que defendieran lo que los mexicanos ya habían rendido.
En el medio burocrático el precedente hace costumbre y tanto el presidente Zedillo como el presidente Fox buscaron la innecesaria presencia de sus colegas latinoamericanos en las ceremonias en que asumieron la Presidencia de la República. Con ése y otros antecedentes ha cundido en Latinoamérica la costumbre de ese insulso ceremonial. Cierta conciencia del engorro que representan tales viajes hace que los presidentes mexicanos inviten a su fiesta, pero no asistan a las que se les invita.
Hoy se presenta un escenario que guarda tan grandes semejanzas como importantes diferencias con el que privaba en el 88. Un hombre derrotado electoralmente pretende asumir la presidencia aupado por un golpe de Estado administrativo. También es repudiado por la población y también necesita una fuente de legitimación extraña al país. Hasta ahí el paralelismo. Las diferencias empiezan en el hecho de que ahora no se aceptó el fraude. En vez de rendición existe la determinación de resistirse al abuso y el supuesto vencido ha sido erigido presidente legítimo de México mientras el falso vencedor pretende asumir una presidencia espuria.
En las circunstancias actuales, el presidente legítimo no está ante la disyuntiva de invitar o no a jefes de Estado extranjeros. Si lo estuviera, por su propio carácter y su condición de juarista, el presidente López Obrador no invitaría a presidentes extranjeros a convalidar su asunción del mando. El acto del 20 de noviembre no tendrá los ribetes cortesanos de los pasados sexenios y recobrará su carácter netamente republicano.
En cambio, el usurpador enfrenta un dilema: aislarse o exhibirse. Sabe que la resistencia popular se hará presente en cualquier acto que pretenda significar la asunción ilegal del mando. Si invita a los presidentes latinoamericanos, los que asistan estarán encerrados en los círculos de hierro y armas en los que se protege el usurpador de la pacífica pero enérgica protesta popular. Sin embargo, no podrá evitar que sus invitados presencien el repudio popular que provoca su persona y lo que representa, algo que también será atestiguado por la prensa mundial.
Si decidiera no invitarlos no podrá convencer ni a sus parciales de que optó por el formato republicano. Todos los mexicanos sabremos que quiso evitar que el propio pueblo lo exhiba como el defraudador que es y que el mundo sepa que su presidencia será efímera y menguada. Esto también lo atestiguarán los medios internacionales.
Aun si optara por la cándida estrategia de considerar que su presidencia se inicia el primer segundo del día primero de diciembre y que lo demás es una simple ceremonia que se puede obviar (si no hay fiesta no hay invitados) lo que resultaría sería solamente la exhibición de un presidente carente de autoridad, que tiene que esconderse de su pueblo y con el espacio reducido al círculo de seguridad que le rodea.
Estos escenarios son solamente los del momento inaugural. Los defraudadores ya han recibido dos lecciones en materia de ceremonial público: el informe y el grito. Viene la tercera y hay otros cursos. Malos cálculos son los de aquellos que piensan que pueden gobernar contra la voluntad popular. En el infierno las salas de la frustración están abarrotadas, pero siempre cabe un iluso más.
Por Gustavo Iruegas
Fuente:La Jornada
No hay comentarios:
Publicar un comentario