Admirado por unos y odiado por otros, el gran duque de Alba -el duque de Hierro- es, sin duda alguna, uno de los personajes más fascinantes de la historia de España. Cinco siglos después de su nacimiento -se conmemoran el próximo 29 de octubre-, el linaje de Fernando Álvarez de Toledo es uno de los pocos que ha logrado mantener su rango social y su patrimonio familiar, cuando la mayor parte de las antiguas familias castellanas han caído en el olvido o en la ruina o, simplemente, se han extinguido.
Hoy, su decimoctava descendiente, la duquesa de Alba, y su futuro heredero, el duque de Huéscar, acumulan decenas de títulos nobiliarios, grandes extensiones de tierras y palacios, así como la mayor colección privada de arte de España, en la que no faltan obras de Goya, Tiziano, Velázquez, El Greco, Rembrandt o Rubens, entre otros 150 grandes maestros.
El primer duque de Alba de Tormes fue García Álvarez de Toledo, que en 1472 fue ascendido del rango de conde que había heredado de su padre, Fernando. Pero fue su nieto, también llamado Fernando, el tercer duque de Alba, quien dejó su nombre grabado en la historia de España y de la Europa del siglo XVI.
Para conmemorar el quinto centenario de su nacimiento se han organizado diversos actos que se sucederán a lo largo del año y que empezaron el pasado 23 de marzo en Alba de Tormes con una lección magistral del archivero de la Casa Ducal, José Manuel Calderón Ortega, seguida de un curso extraordinario sobre la figura del gran duque organizado por la Universidad de Salamanca. Para octubre, la Institución Gran Duque de Alba en Ávila ha organizado una nueva serie de actos, que se cerrarán con un ciclo de conferencias en la Real Academia de la Historia sobre este controvertido personaje.
Fascinado desde niño por las artes militares e imbuido de las historias de las cruzadas que le contaba su abuelo, Fernando Álvarez de Toledo desarrolló un talento militar que le convirtió en el general español más importante de su siglo y sus hazañas fueron glosadas por el genial poeta Garcilaso de la Vega. En su largo historial militar, su victoria más célebre fue la de Mühlberg, al mando del Ejército imperial de Carlos V, frente a los Príncipes alemanes protestantes que se habían sublevado contra el Emperador. Cuando sólo tenía seis años, su abuelo le llevó a presenciar la toma de Navarra y, después, él hizo lo mismo con su hijo, García, de cinco años, a quien en 1535 llevó a la conquista de Túnez , defendida por el pirata Barbarroja.
Criado en la severidad castellana de las familias nobles del siglo XVI, el gran duque sólo presumía de ser un simple soldado. Sin embargo, tras ese disfraz de humildad se escondía una gran ambición que le llevó a ocupar altos cargos en las cortes de Carlos V y Felipe II, responsabilidades que siempre desarrolló bajo una inquebrantable lealtad a la Corona.
Dominio del protocolo
También adquirió desde muy joven profundos conocimientos de protocolo, como si hubiera intuido lo que le iba a deparar el destino: años después, Carlos V le encargó que sustituyera el sencillo protocolo de la Corte española por el ceremonioso modelo borgoñón con el fin de que los súbditos de los Países Bajos no confundieran la simplicidad del ritual castellano con la falta de respeto a Su Majestad.
Sin embargo, después de décadas de brillante servicio a los Reyes desde el Ejército o la diplomacia, el gran duque se jugó todo su prestigio y pasó a la historia como el paradigma de la crueldad española, cuando aceptó el nombramiento de gobernador de los Países Bajos, a donde llegó con el propósito de restaurar la unidad religiosa a cualquier precio. Para ello, tenía que someter a una nobleza que apoyaba a la nueva herejía protestante y que, por ello, se había convertido en hostil a Su Majestad Católica.
Tan desesperada era la situación que el gran duque no dudó en implantar un régimen del terror, ayudado por su recién creado Tribunal de Tumultos, que sería conocido como Tribunal de Sangre.
Dotado de unos escrupulosos modales y una magnífica educación, tampoco dudó, sin embargo, a la hora de saltarse las normas más simples de caballerosidad y llegó a ajusticiar a sus antiguos compañeros de armas, los condes de Egmont y Hornes, a quienes consideraba cabecillas de la revuelta protestante. Los nobles fueron arrestados, además, durante un banquete-trampa ofrecido por el hijo del gran duque en honor de Egmont y Hornes.
La ejecución de los condes, ante una muchedumbre espantada que llegó a mojar sus pañuelos en la sangre de sus mártires, aún la recuerda una placa situada en la Gran Plaza de Bruselas. De los Países Bajos regresó años después a España con el insoportable peso de haber fracasado en la misión más importante que se le había encomendado. Enfermo, deprimido y acusado de crueldad y corrupción, el gran duque ve disminuido su poder de influencia sobre Felipe II -a favor de Antonio Pérez-, mientras sus enemigos le atacan en la figura de su hijo, Fadrique, que tampoco suscita la simpatía del Rey.
La boda del heredero de la Casa de Alba con su prima, María de Toledo, sin contar con la autorización de Felipe II, le cuesta al gran duque un año de cárcel en Uceda. Sin embargo, una vez más, el Rey tiene que recurrir a al prestigio y a la experiencia militar de Alba -«enormemente popular entre los soldados»-, a quien excarcela, ya con 72 años, para invadir Portugal por tierra, al tiempo que Álvaro de Bazán lo hacía por mar, e incorporarlo a la Corona española tras la muerte del Rey Sebastián en una cruzada en África y la derrota de don Antonio, prior de Crato.
En el país vecino, el gran duque tuvo que hacer frente a un enemigo inesperado -una epidemia que afectó a casi toda la población-, además de ocupar Portugal con unas tropas poco disciplinadas y tratando siempre de evitar el rechazo del pueblo. Enfermo, agotado y anciano, el gran duque regresó a Madrid donde llegaron a amamantarlo con leche materna para mantenerlo vivo, pero el 12 de diciembre de 1582 murió con el consuelo de una fe ciega en Dios.
Fuente:ABC