Los griegos del siglo de oro, ya definieron la misma como aquella disposición habitual de la voluntad que facilita la realización de actos buenos.
Adviértase que la virtud opera sobre nuestra voluntad y le facilita el camino toda vez que adquirimos una habitualidad en el hacer. Esto quiere decir que la virtud no se adquiere súbitamente, sino por medio de la repetición de ciertos actos, de los cuales los primeros nos demandarán mayor esfuerzo que aquellos que les sigan.
Por otra parte, es también importante subrayar el hecho de que los actos deben buscar el bien, de lo contrario estaríamos formando nuestra voluntad para el vicio. Y que esto es exactamente el vicio: una disposición de la voluntad que nos facilita el camino para realizar aquello que nos hace mal a nosotros u a otros, cada vez más fácilmente.
Queda pues establecido que la virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien, que permite a la persona no sólo realizar actos buenos sino dar lo mejor de sí misma a través de acciones concretas y… ¿quién es el destinatario de esas “acciones concretas”?: el otro, las otras personas, teniendo en cuenta que cada persona es portadora de valores y de recursos que escapan a la observación superficial, cada una es artífice de un proyecto cuyo desarrollo sigue itinerarios propios condicionados por factores actuales y factores del pasado.
Ahora bien, quiere decir que la hospitalidad ¿se practica por sí sola o debiera existir la concurrencia de otros factores? Como respuesta, puedo asegurar que no se trata de hacer magia ni de ponerse el traje de hospitalidad, ser hospitalarios supone de nuestra parte una práctica continua y un ejercicio constante de otras virtudes que en los párrafos siguientes se desarrollarán en el “Listado de virtudes mínimas del ceremonialista”.
La hospitalidad está íntimamente ligada al “saber ser” y éste al “saber estar y saber hacer”. El conocimiento interior –el saber ser- tiene que volcarse en una finalidad relacional, en la construcción y fortalecimiento de las relaciones interpersonales. En efecto, extendiéndonos hasta lo íntimo de nosotros, purificando las motivaciones, ejerciendo una reconciliación con lo negativo, administrando cuidadosamente la dimensión emocional... podemos obtener un modo nuevo de ser cuya finalidad apunta al “saber estar y hacer”.
El profesional del ceremonial debe tener muy en cuenta que estos conceptos están íntimamente ligados con la vieja idea del “señorío”.
Estamos hablando en primer lugar del señorío de sí mismo, de aquella persona que ha trabajado por años para ser dueña de sus pasiones, sentimientos, emociones e ideas. No se trata aquí de hablar de reprimidos, sino de aquellos que han decidido ejercer soberanía sobre todo su ser, hasta la médula, precisamente para ser más libres. ¿Y qué mayor privilegio para un profesional, que trabajar para alguien que también es un Señor de sí mismo? Políticos, Estadistas, Hombres de Negocios, Diplomáticos, Consejeros.
Desgraciadamente al ejercer el arte de la hospitalidad no siempre encontramos personas dueñas de sí mismas. Al contrario, a menudo ellas son gobernadas por sus pasiones, ambiciones u odios. Es en estas circunstancias donde verdaderamente el señorío de sí mismo protege al profesional y lo torna aún más imprescindible.
Cuando desde muy pequeños se nos enseña que cada ser humano, por el hecho de serlo, tiene una condición diferente a la del resto de la creación, estamos más capacitados y más abiertos a provocar encuentros enriquecedores con los demás y desarrollar la cultura de los buenos modales.
A pesar de que no siempre resulte evidente, cada persona posee el sello de lo divino, de lo delicado, de lo tierno de Su creación. ¿Qué tiene el recién nacido que nos hace inevitablemente volver la cabeza hasta poder contemplarlo? ¿Qué es “eso” que nos atrae poderosamente como un imán? Este recién nacido, viene al mundo desde lo más sagrado de una mujer, ha salido de la misma luz de lo divino, a la luz de lo terreno. Ese nuevo ser humano, como en ninguna otra etapa de la vida y sin palabras, sólo con su sola presencia, nos enseña y nos hace comprender lo que es la dignidad de la persona: (aquello que esta dotado de una categoría superior). Esa dignidad nos provoca tratarlo con delicadeza, especial cuidado, y transmitir con palabras lo mejor de nuestros sentimientos.
¡Cuán fácilmente olvida el mundo esta sencilla lección que nos ofrece a cada paso la vida!
Cuánto esfuerzo debemos realizar en nuestra profesión para recordar que aún el déspota, el desconsiderado, el mal aprendido, el que desprecia toda forma de protocolo, es una persona, cuya dignidad debe ser encuadrada dentro del espíritu de la hospitalidad.
Para lograr tarea tan difícil y tan pasmosa, el profesional del ceremonial deber revestirse y ejercer además otras virtudes.
Por Edith Pardo San Martín, Especialista Universitaria en Protocolo y Ceremonial de Estado e Internacional egresada de la Universidad de Oviedo y la Escuela Diplomática del Ministerio de Asuntos Externos de España. Socia Gerente del Instituto Superior de Protocolo de la República Argentina
Adviértase que la virtud opera sobre nuestra voluntad y le facilita el camino toda vez que adquirimos una habitualidad en el hacer. Esto quiere decir que la virtud no se adquiere súbitamente, sino por medio de la repetición de ciertos actos, de los cuales los primeros nos demandarán mayor esfuerzo que aquellos que les sigan.
Por otra parte, es también importante subrayar el hecho de que los actos deben buscar el bien, de lo contrario estaríamos formando nuestra voluntad para el vicio. Y que esto es exactamente el vicio: una disposición de la voluntad que nos facilita el camino para realizar aquello que nos hace mal a nosotros u a otros, cada vez más fácilmente.
Queda pues establecido que la virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien, que permite a la persona no sólo realizar actos buenos sino dar lo mejor de sí misma a través de acciones concretas y… ¿quién es el destinatario de esas “acciones concretas”?: el otro, las otras personas, teniendo en cuenta que cada persona es portadora de valores y de recursos que escapan a la observación superficial, cada una es artífice de un proyecto cuyo desarrollo sigue itinerarios propios condicionados por factores actuales y factores del pasado.
Ahora bien, quiere decir que la hospitalidad ¿se practica por sí sola o debiera existir la concurrencia de otros factores? Como respuesta, puedo asegurar que no se trata de hacer magia ni de ponerse el traje de hospitalidad, ser hospitalarios supone de nuestra parte una práctica continua y un ejercicio constante de otras virtudes que en los párrafos siguientes se desarrollarán en el “Listado de virtudes mínimas del ceremonialista”.
La hospitalidad está íntimamente ligada al “saber ser” y éste al “saber estar y saber hacer”. El conocimiento interior –el saber ser- tiene que volcarse en una finalidad relacional, en la construcción y fortalecimiento de las relaciones interpersonales. En efecto, extendiéndonos hasta lo íntimo de nosotros, purificando las motivaciones, ejerciendo una reconciliación con lo negativo, administrando cuidadosamente la dimensión emocional... podemos obtener un modo nuevo de ser cuya finalidad apunta al “saber estar y hacer”.
El profesional del ceremonial debe tener muy en cuenta que estos conceptos están íntimamente ligados con la vieja idea del “señorío”.
Estamos hablando en primer lugar del señorío de sí mismo, de aquella persona que ha trabajado por años para ser dueña de sus pasiones, sentimientos, emociones e ideas. No se trata aquí de hablar de reprimidos, sino de aquellos que han decidido ejercer soberanía sobre todo su ser, hasta la médula, precisamente para ser más libres. ¿Y qué mayor privilegio para un profesional, que trabajar para alguien que también es un Señor de sí mismo? Políticos, Estadistas, Hombres de Negocios, Diplomáticos, Consejeros.
Desgraciadamente al ejercer el arte de la hospitalidad no siempre encontramos personas dueñas de sí mismas. Al contrario, a menudo ellas son gobernadas por sus pasiones, ambiciones u odios. Es en estas circunstancias donde verdaderamente el señorío de sí mismo protege al profesional y lo torna aún más imprescindible.
Cuando desde muy pequeños se nos enseña que cada ser humano, por el hecho de serlo, tiene una condición diferente a la del resto de la creación, estamos más capacitados y más abiertos a provocar encuentros enriquecedores con los demás y desarrollar la cultura de los buenos modales.
A pesar de que no siempre resulte evidente, cada persona posee el sello de lo divino, de lo delicado, de lo tierno de Su creación. ¿Qué tiene el recién nacido que nos hace inevitablemente volver la cabeza hasta poder contemplarlo? ¿Qué es “eso” que nos atrae poderosamente como un imán? Este recién nacido, viene al mundo desde lo más sagrado de una mujer, ha salido de la misma luz de lo divino, a la luz de lo terreno. Ese nuevo ser humano, como en ninguna otra etapa de la vida y sin palabras, sólo con su sola presencia, nos enseña y nos hace comprender lo que es la dignidad de la persona: (aquello que esta dotado de una categoría superior). Esa dignidad nos provoca tratarlo con delicadeza, especial cuidado, y transmitir con palabras lo mejor de nuestros sentimientos.
¡Cuán fácilmente olvida el mundo esta sencilla lección que nos ofrece a cada paso la vida!
Cuánto esfuerzo debemos realizar en nuestra profesión para recordar que aún el déspota, el desconsiderado, el mal aprendido, el que desprecia toda forma de protocolo, es una persona, cuya dignidad debe ser encuadrada dentro del espíritu de la hospitalidad.
Para lograr tarea tan difícil y tan pasmosa, el profesional del ceremonial deber revestirse y ejercer además otras virtudes.
Por Edith Pardo San Martín, Especialista Universitaria en Protocolo y Ceremonial de Estado e Internacional egresada de la Universidad de Oviedo y la Escuela Diplomática del Ministerio de Asuntos Externos de España. Socia Gerente del Instituto Superior de Protocolo de la República Argentina
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