La Fundación Príncipe de Asturias nació pobre en una España recién salida de la dictadura. Hoy es un referente ético e intelectual en todo el mundo. Ésta es la historia del puñado de hombres que la hicieron posible y de cómo don Felipe la considera íntimamente unida a su destino.
Alonso no ganó el Premio Príncipe de Asturias el año pasado por ser mejor piloto que Schumacher; ganó porque su voluntad de triunfo es un ejemplo para la juventud. La selección de baloncesto no ha ganado este año por haber conquistado el Mundial; ha ganado por su ejemplo de superación, espíritu de equipo y compromiso con los valores del deporte.
Así piensa el Príncipe.
Cargada de principios. Universal. Independiente. Un referente para la sociedad. Ése es el espíritu de la Fundación Príncipe de Asturias. Y también el secreto de su éxito. Esfuerzo, prudencia y calma. Como el Príncipe actúa. Gota a gota, le gusta decir.
Para explicar una labor de 25 años recurre a un símil televisivo: “Comenzamos en blanco y negro en La 2; pasamos a La Primera en horario de tarde, y ya estamos en prime time…”. No exagera. En 1981, la organización de los premios a punto estuvo de no llenar el teatro Campoamor de Oviedo. Hoy, el acto de entrega cuenta con una audiencia de 1.000 millones de espectadores enganchados “a la ceremonia cultural más importante del mundo”, según definición del sociólogo Anthony Giddens. En España, un 95% de los encuestados valora positivamente los premios; el 80% va más lejos: piensa que mejoran la imagen de nuestro país en el mundo.
Una estructura muy pequeña que hace grandes cosas. Y en la que Felipe de Borbón no es un convidado de piedra. Ha sido desde su mayoría de edad el motor de esa minúscula institución asturiana que nació sin sede, dinero ni plantilla en una España recién salida de la dictadura. Con cabezonería y los deberes hechos. Con el objetivo de conseguir los premios más respetados del planeta. Un referente ético. Y una marca de prestigio para nuestro país. Lo confirman los que trabajaron y trabajan a su lado. “El Príncipe es la autoridad moral”. Él lo dejó claro en un discurso de 1989: “Considero a la fundación como algo profundamente unido a mi destino, en una España impulsada por la seducción del futuro y sus brillantes posibilidades”. Tenía 21 años. Era una declaración de principios.
Olvidada en un rincón de la fundación, en un piso impersonal del centro de Oviedo, hay una desvaída foto de don Felipe de comienzos de los ochenta: un adolescente inocente, lampiño y con los dientes torcidos. La cruza una dedicatoria con letra infantil que el tiempo ha ido borrando. Ese viejo retrato es una buena metáfora de la evolución de la fundación. Su trayectoria –del cero al infinito– enlaza con la biografía de aquel niño rubio que un día será rey. Se han hecho mayores juntos. En 25 años, los premios han conseguido reunir en Asturias a dos centenares de hombres y mujeres que representan lo más noble de la humanidad. Y en ese mismo espacio de tiempo, el Príncipe se ha hecho un hombre; ha comprendido el valor que tienen los galardones para la sociedad y los ha alimentado con los valores en los que cree: libertad, pluralismo, tolerancia y solidaridad. Hoy, gracias a los premios, el Príncipe es más conocido y respetado en el mundo. Y parece una persona en la que uno puede confiar.
Sin embargo, pocos creyeron, en aquel lejano 1979, en la idea de crear una fundación en torno al heredero que le vinculara a Asturias. Y le abriera las puertas de la comunidad intelectual. La iniciativa fue de Graciano García, un periodista y editor inquieto y diletante al que el Príncipe define como un idealista. Graciano García, hoy director de la fundación, no formaba parte del establishment asturiano; había nacido en la cuenca minera y era considerado “demasiado progresista”. El Príncipe, el destinatario de la idea, sólo tenía 11 años. Carecía de protagonismo institucional. Se limitaba a acompañar a los Reyes. Y observar. Con esa combinación de timidez y prudencia que ha marcado su carácter. Pocos confiaban en la iniciativa. Pero estaba el Rey, que la acogió con entusiasmo. Y Sabino Fernández Campo, secretario general de la Casa Real, que en cinco minutos la hizo suya, afinó y, sobre todo, canalizó el sutil apoyo de la Corona. Lo explica Graciano García: “El Rey nos recomendó discreción en cuanto a su respaldo. No quería que pareciera una idea salida de la Casa, sino un proyecto nacido de la esperanza que vivía España aquellos días; quería que fuéramos los asturianos los que hiciésemos nuestro el proyecto. Se me encargó que llevara a cabo las gestiones que condujesen a la constitución de la fundación. Pero a título personal. No fue fácil”.
–¿Existía la posibilidad de que la fundación se convirtiera en una corte paralela?
–Sabino no lo hubiese permitido. Y el Rey, menos. La fundación debía ser otra cosa. En la encrucijada, nuestro camino siempre fue el menos transitado.
Un par de años más tarde, en septiembre de 1981, un día, a la vuelta del colegio, le dijeron al Príncipe que iba a asistir “a un acto muy simpático en Asturias”, y que tenía que leer un discurso. Su primer discurso. Cinco párrafos que empolló a conciencia. Aún se ve repitiendo el texto una y otra vez, en una habitación del hotel Reconquista de Oviedo, frente al general Sabino. Lo hizo bien. Fueron minutos de nervios. Las imágenes de la época muestran a un Rey más tenso que su propio hijo. Fernández Campo, de 87 años, recuerda: “Escribí el discurso junto al Rey. Me supuso una emoción enorme que el Príncipe dijera sus primeras palabras en mi tierra. La clave era promover la monarquía. Y todo lo que se hiciera en ese sentido, y además a través del heredero, era positivo. La fundación era una forma de darle a conocer en el mundo entero. Y que en Asturias le consideraran como algo propio. Y esas tradiciones son siempre muy convenientes…”.
El 3 de octubre de 1981 comenzó todo. Los primeros Premios Príncipe de Asturias de la historia. Unidos al espíritu constitucional que se vivía en España. Tiempos de ilusión por la libertad recuperada. Tiempos que parecen remotos. Ocho meses antes, Tejero había asaltado el Congreso. El Rey paró el golpe. El poeta José Hierro, primer premio Príncipe de Asturias de las letras, dejó las cosas claras esa tarde en sus palabras de agradecimiento: “Señor, si el presente no empezase el 24 de febrero, sino que se llamase tarde del 23 de febrero, no estaríamos aquí (…). Vuestra Majestad no pregunta cuántas divisiones puede movilizar un hombre de la cultura. Sabe que un libro o un cuadro creados libremente, importan. Por eso recibe cada año a escritores y artistas. No necesita convertirlos en escritores o pintores de cámara; al respetarlos y admirarlos ha conquistado su respeto y admiración”. Era el espaldarazo. El vínculo entre la Corona y la cultura (y la libertad) comenzaba a ser tangible. El Príncipe reconoce que no comprendió el mensaje de José Hierro hasta años más tarde. Todavía hoy repasa algunos viejos discursos de los premiados. Y se emociona.
En contra de lo que pueda pensarse, aquel año del estreno no es el que don Felipe recuerda con pavor, sino el segundo: el de la confirmación de la alternativa. Cuenta con gracia que la entrega inaugural de los premios fue como lanzarse desde un trampolín por primera vez: como no sabes lo que es, no te lo piensas mucho…, y te tiras. En la segunda edición, en 1982, se encontró en Asturias un trampolín mucho más alto. No estaba cómodo, no conocía a nadie y tenía una ortodoncia que le impedía vocalizar bien. A mitad de discurso, en sus propias palabras, se le formó una sopa de letras delante de los ojos. Se atascó. Pasaron segundos que le parecieron minutos. Retomó el texto y salió airoso. Hubo una ovación en el teatro Campoamor. Durante una temporada, aún tuvo pesadillas infantiles en las que se enfrentaba sin palabras a un inmenso auditorio.
Un cuarto de siglo más tarde, los dos anteriores jefes de la Casa de Su Majestad el Rey, Sabino Fernández Campo y Fernando Almansa, coinciden en que el discurso de don Felipe en Oviedo “es el más personal y de mayor trasfondo político de los que pronuncia”. El vizconde del Castillo de Almansa va un poco más allá: “Todo lo que está unido a la fundación supone un auténtico ensayo político para el Príncipe. Una herramienta política e institucional que cada vez se ha hecho mejor y más grande. Ya no es sólo el discurso, también la presidencia del patronato, donde ha conocido a gente muy importante de este país”.
–Qué tipo de control ejerce la Casa del Rey sobre la fundación?
–Desde los tiempos de Sabino, y aunque no está escrito, la Casa es la autoridad última. Se le consulta todo. Además, el Príncipe está encima de todo. Y el jefe de la Casa le asiste y asesora en todas sus funciones. Yo estuve a su lado en todos los premios como jefe de la Casa. Y es cierto, los discursos del Príncipe en la fundación son los de más calado político. Siempre se consultan con el Rey. Pero no se pasan al Gobierno, porque el Príncipe no tiene estatuto ni función política. Es el heredero.
–La fundación se ha hecho más grande de lo previsto…
–Si, tiene un impacto que no se esperaba. Una gran trascendencia. Y una enorme visibilidad en los medios de comunicación. Lo que implica una mayor responsabilidad. Pero a mí, en los nueve años que fui jefe de la Casa, nunca me dio un problema.
Esa idea de la trascendencia del discurso del Príncipe es compartida por Plácido Arango, presidente de la fundación entre 1987 y 1996: “Tiene carga política. El Príncipe escucha mucho y luego procura meter mensajes de plena actualidad. Y ha sido así desde que era muy joven. El Príncipe siempre tuvo claro lo que iba a ser y debía ser la fundación. Y en ese sentido, el de los premios es un discurso en el que cree”. El interesado lo recalca: “Es el más mío”.
En ese sentido, es un buen ejercicio histórico recorrer las 24 intervenciones (en 1984 no acudió porque estaba cursando el último año de Bachillerato en Canadá) de don Felipe en Oviedo. No sólo supone un repaso a su biografía (su primer viaje oficial, la jura de la Constitución, su carrera militar y estudios universitarios, el compromiso con su generación, la admiración por el Rey, el amor por doña Leticia…); también permite obtener valiosas pistas sobre la forma de pensar de alguien a quien no siempre es fácil conocer ni interpretar.
A través de las palabras que lanza en Oviedo se comprende su pasión por Iberoamérica, la construcción europea y la búsqueda de la paz en Oriente Próximo; la necesidad de un diálogo intercultural; la conexión con los valores del deporte; la adhesión al espíritu constitucional; la creencia en la unidad de España; la preocupación por la globalización y las desigualdades; por el papel de la ciencia en el bienestar de la humanidad; el interés por la información; su reivindicación del papel de la mujer, y, sobre todo, la esperanza en una sociedad mejor. Ése es su sueño. (“Nuestras vidas cobran su sentido más profundo cuando nos esforzamos en hacer realidad nuestros sueños”). Presente, por ejemplo, en las últimas líneas de su discurso de 2002: “Si en cualquier lugar del mundo, si desde algún pueblo perdido en las montañas de un remoto país, un solo niño, una sola niña ve esta ceremonia y siente el deseo de llegar a ser algún día tan generoso, tan brillante, tan sabio como los que nos honran al recibir nuestros galardones, nuestro esfuerzo y nuestra dedicación se habrán llenado de significado”.
Para él, los 24 discursos han sido importantes, pedazos de su vida; pero, de tener que elegir, se quedaría con el de 2004, el primero que asistió por la puerta grande junto a la princesa de Asturias. El año anterior, novios en secreto, Leticia y Felipe se cruzaban por los pasillos de Oviedo ignorándose. Aún no habían anunciado su compromiso. No querían filtraciones. Al año siguiente fue distinto. El Príncipe reconoce que la ceremonia de 2004 ha marcado su vida.
Lo mismo piensa la Princesa, que un día se definió como asturiana, ovetense, monárquica y principista. Doña Letizia temía el momento de enfrentarse a los premios. Un acto que conoce desde niña y siempre la emocionó. Hasta el extremo de saltársele las lágrimas ante los gemidos de las gaitas asturianas mientras transmitía por televisión la edición de 2002. Sabía que en Oviedo podía derrumbarse. Lloró mucho en las vísperas del 22 de octubre de 2004. Y esa tarde, en el teatro Campoamor, aguantó con la cabeza baja y los puños crispados, un nudo en el estómago y la garganta reseca, el emotivo discurso del Príncipe. Si empezaba a llorar, ya no podría parar. Don Felipe estuvo tentado de detener su discurso, pero prefirió seguir adelante. Concluyó con estas palabras, en las que comparaba la fundación con un árbol, “que a partir de ahora contará también con el cuidado y la ayuda entregada de mi esposa, Leticia, la princesa de Asturias”. Después vendrían muchas lágrimas. Pero en privado.
El reverso de la imagen descompuesta de la Princesa lo ofrecía esa tarde el aspecto de felicidad del Príncipe. Después de 18 años presidiendo en solitario la entrega, desde que el Rey le cedió todo el protagonismo, tenía, por fin, a su lado alguien con quien compartir su labor. Una persona a la que considera con criterio. Cuyas ideas siempre tiene en cuenta. Y que es asturiana.
Es una de esas entrañables instantáneas ya unidas a la historia de los premios; como la de Isaac Rabin avanzando a pie por las calles de Oviedo, Woody Allen y Arthur Miller soldados del brazo, Günter Grass y el astronauta John Glenn atónitos ante la minifalda de la tenista Steffi Graf, las amargas lágrimas del líder sefardí Salomón Gaón en su retorno a Sefarad, el discurso emitido por sintetizador de Stephen Hawking, la brillantez del último Adolfo Suárez, el carisma de Nelson Mandela o el abrazo entre los irreconciliables luchadores contra el sida, Luc Montagnier y Robert Gallo.
Sin embargo, detrás de los focos hay también una historia de trabajo, dedicación y entusiasmo unida a unos pocos nombres. Los que creyeron desde el primer día en aquel sueño.
El 24 de septiembre de 1980 quedaba constituida la Fundación Príncipe de Asturias. Tenía su sede social en una vieja sucursal bancaria de la calle Pérez de la Sala, en Oviedo. Y cuatro empleados. En la primera reunión del patronato, la inspiración real, se materializó en el nombramiento de Pedro Masaveu como presidente. Tenía, posiblemente, la mayor fortuna de España. Era culto, refinado y asturiano; coleccionista de arte y amante de la música clásica. Y no buscaba protagonismo.
Plácido Arango, fundador del Grupo Vips, patrono de la fundación desde el primer día y presidente entre 1987 y 1996, añade al retrato de Masaveu: “Era un perfeccionista; cuidaba hasta el último detalle. Graciano [al que nombraron director] y él hacían una buena pareja. Uno gestionaba y el otro promovía. La tercera pata era Sabino. Sin Graciano no existiría la fundación, pero sin el apoyo del Rey y el trabajo de Sabino y Masaveu no habría salido adelante”.
La fundación nació pobre. “En el hogar humilde está la auténtica libertad, y nosotros aspirábamos a la independencia. No buscábamos una gran empresa que pagara todo; no queríamos ser la fundación de tal o cual compañía, que decidiese u orientase cómo tenía que ser nuestra actuación. Nuestra credibilidad viene de nuestra independencia. Nunca nos hemos plegado a una presión. Y ha habido muchas”, explica Graciano García. Y no miente. Pasar unas horas a su lado supone compartir un puñado de llamadas de poderosos que preguntan: ¿cómo va lo nuestro? Y Graciano escapándose por la tangente. “Desde el primer momento, Arango dijo: ‘Aquí no hay recomendaciones que valgan’. Y hoy nuestro gran patrimonio es la independencia”.
Eso, en lo moral; porque, en lo económico, nació con sólo 11 millones de pesetas. En los siete primeros años, Masaveu pagó de su chequera los gastos de la fundación. En 1987 solicitó abandonar la presidencia por motivos de salud. Sufría una enfermedad degenerativa. Murió seis años más tarde, cuando la fundación a la que dedicó dinero e ilusión era ya una realidad.
En 1987, la inspiración real, interpretada por Sabino Fernández Campo, convirtió a Plácido Arango en nuevo presidente de la fundación. Como su predecesor, Arango tenía una importante fortuna, era coleccionista de arte y amante de la cultura; con raíces asturianas y enormemente discreto (en nueve años de presidencia sólo concedería dos entrevistas). Y con dos valores añadidos: era un hombre de mundo (patrono del Metropolitan Museum neoyorquino y amigo de Octavio Paz y Gabriel García Márquez) y con un gran olfato empresarial. Le iba a tocar la delicada misión de conseguir que la fundación reuniera un patrimonio que permitiera su autofinanciación.
Ese diseño no era nuevo. La Fundación Nobel ha vivido, desde su creación en 1901, de las rentas del legado de Alfred Nobel, que dejó dispuesto en su testamento: “Mi capital será invertido por mis albaceas en valores seguros, y sus rentas constituirán un fondo que será distribuido en forma de premios para aquellos que han hecho el beneficio más grande para la humanidad”. “La Príncipe de Asturias no tenía ese patrimonio inicial y Masaveu no tuvo tiempo de reunirlo”, recuerda Plácido Arango. “Esa tarea me tocó a mí. La fundación ya había despegado; estaba bien vista por el Rey y por la sociedad, y los empresarios, que sabían ese interés del Rey y la importancia que la fundación podía tener para el Príncipe, hicieron una aportación de buen grado. Yo me limité a llevar el recado, y el recado y el recadero fueron bien recibidos. No quisimos que fueran más de 50 las empresas consultadas. De la lista original, se abstuvieron ocho; las demás siguen. Los benefactores se incorporaron al patronato no ejecutivo. Además de otras personas, como el presidente de la Real Academia y Octavio Paz”. Graciano García define al patronato que salió de aquella ampliación, y que hoy está en torno a 80 miembros, “la élite cultural y empresarial de España”.
Cuando, en 1996, Plácido Arango abandonó, por decisión propia, la presidencia, en el momento en que el Príncipe concluyó sus estudios de posgrado en Georgetown, el patrimonio de la fundación había pasado de 11 a 2.500 millones de pesetas. Había conseguido músculo financiero. Y en su patronato figuraba lo más selecto del Ibex 35: las dos grandes multinacionales españolas, los dos grandes bancos, las dos grandes cajas de ahorro, las tres grandes constructoras. Además estaba inmersa en la internacionalización de sus premios y había puesto en marcha iniciativas como los coros y la Escuela Internacional de Música.
El perfil del sucesor en la presidencia respondía a los nuevos tiempos. El nuevo presidente no era un culto mecenas, sino un gestor de altura. José Ramón Álvarez Rendueles, en cuyo nombramiento tuvo mucho que ver la inspiración del Príncipe, poseía un currículo impresionante: catedrático de Hacienda Pública, ex secretario de Estado de Economía, ex gobernador del Banco de España, ex presidente del Banco Zaragozano, vicepresidente mundial de Arcelor y presidente de Aceralia. Respetado, dialogante, asturiano y hombre de centro, era el nombre exacto que hubiese podido salir de una empresa de cazatalentos.
Álvarez Rendueles, que opina que en estos 10 últimos años la fundación ha aumentado en prestigio y cotización –“gracias al equipo y, sobre todo, al nivel de los jurados”–, considera que su misión en estos momentos es “poner énfasis en la dirección internacional, especialmente hacia Asia y Estados Unidos, y mejorar el patrimonio de la fundación, que está en 20 millones de euros, pero aún es insuficiente para autofinanciarnos. En el Nobel, las rentas de la aportación inicial cubren el presupuesto anual; no tienen que basarse en las expectativas de lo que vayan a dar los patronos cada año, como en nuestro caso. Para conseguir imagen, visibilidad, internacionalización necesitaríamos un patrimonio de 100 millones de euros. Piense que damos a cada premiado 50.000 euros, frente al millón que otorga la Fundación Nobel. El problema es que en España el mecenazgo no tiene ventajas fiscales”.
Los Premios Príncipe de Asturias se han convertido en una gran marca española de prestigio internacional. El presidente asturiano, Vicente Álvarez Areces, reconoce que la fundación “ha abierto nuestra imagen al resto del planeta. En estos momentos, nuestros primeros apoyos en el mundo son los premiados. Y estamos aprovechando ese reconocimiento, esa imagen y la utilidad de esos contactos para que se nos abran puertas en el exterior”.
La fundación cuenta con la mejor agenda del país. Más de 200 premiados que son un referente intelectual y ético para la humanidad y que se sienten intensamente unidos a los premios. Para algunas de las personas involucradas, ése es el futuro de la Fundación Príncipe de Asturias: aprovechar esa red de contactos como una herramienta del Estado. Aunque sin renunciar a su papel de premiar cada año “al cuadro de honor de la humanidad”, en definición de Graciano García.
Por eso, cuando el próximo viernes Bill y Melinda Gates, Pedro Almodóvar, Juan Ignacio Cirac, Paul Auster, Mary Robinson, la selección española de baloncesto y los representantes de National Geographic Society y Unicef recojan sus respectivos Premios Príncipe de Asturias, quizá el mejor mensaje que puedan recibir sobre el espíritu que mueve a la fundación sean estas palabras que pronunció don Felipe en 1990: “La vida es un regalo grandioso y una oportunidad única para hacer el bien”.
Fuente:El País Semanal
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