Desde hace años vivo delante de la conselleria de Medi Ambient. Siempre he visto ondear las banderas española y catalana. En tiempos de Felip Puig, Ramon Espadaler, Salvador Milà y ahora Francesc Baltasar. La he visto también ondear en la conselleria de Economia de Rambla Catalunya. Y en muchos otros edificios oficiales.
La guerra de las banderas es frecuente en el espacio político catalán. En la larga etapa de Pujol conocíamos la iniciativa del alcalde de Solsona, Ramon Llumà, que la envió a la lavandería y nunca más se supo de ella. Pero era una excepción que confirmaba la regla. Ayer desapareció la bandera española del mástil que quedó desnudo en la conselleria de Governació. Dicen que su titular, Joan Puigcercós, ordenó que se arriara. Las lupas periodísticas cumplieron con su obligación, detectaron el percance y La Vanguardia lo resaltó en portada. Prometía ser la primera pequeña gran crisis del gobierno Montilla pero al mediodía quedó saldada con una simple observación del president cuando afirmó que "los miembros del gobierno son conocedores de que las leyes están para cumplirlas y así obrarán en consecuencia. La ley se cumplirá".
Las banderas volvían a ondear en lo alto de la conselleria de Puigcercós. La autoridad del gobierno y de Montilla ha salido fortalecida y el conseller tragó el sapo si es que fue él el que ordenó arriar la bandera española. Sería poco inteligente plantear una crisis sobre las banderas cuando no es una de las preocupaciones prioritarias de la gran mayoría de catalanes.
He dado muchas vueltas por el mundo y siempre he tenido un gran respeto por todas las banderas y las instituciones en las que ondean. El nuevo Estatut dice que la bandera catalana "tiene que estar presente en los edificios públicos de la Generalitat", mientras que la ley estatal de uso de la bandera española estipula en su artículo tercero que la rojigualda "deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional (y) autonómica".
Si en el desarrollo del nuevo Estatut se regula que sólo deben ondear las banderas catalanas en los edificios públicos, será preceptivo que así sea. Pero mientras tanto, lo pertinente es que ondeen las dos. Puigcercós ha reaccionado con criterio realista. El país tiene muchos problemas de todas las magnitudes y sería poco afortunado que la bandera planteara las primeras discrepancias en un gobierno que ha nacido débil y tiene que ganarse la confianza con gestos de autoridad democrática. El tema de los "okupas" va en esta dirección.
Las banderas representan mucho para los ciudadanos de todas las naciones. La última encuesta de la Generalitat revela que aproximadamente la mitad de catalanes se sienten igualmente españoles. No veo ninguna necesidad de actuar a golpe de banderas y mucho menos que una bandera empuje a la otra hasta arriarla con nocturnidad. Catalunya tiene ahora los instrumentos jurídicos y estatutarios para introducir muchos cambios en todos los campos. Lo más prioritario es establecer la autoridad política del gobierno, de sus consellers y del president. En este sentido se ha actuado con buen criterio que no es otro que el cumplimiento de la ley vigente.
La guerra de las banderas es frecuente en el espacio político catalán. En la larga etapa de Pujol conocíamos la iniciativa del alcalde de Solsona, Ramon Llumà, que la envió a la lavandería y nunca más se supo de ella. Pero era una excepción que confirmaba la regla. Ayer desapareció la bandera española del mástil que quedó desnudo en la conselleria de Governació. Dicen que su titular, Joan Puigcercós, ordenó que se arriara. Las lupas periodísticas cumplieron con su obligación, detectaron el percance y La Vanguardia lo resaltó en portada. Prometía ser la primera pequeña gran crisis del gobierno Montilla pero al mediodía quedó saldada con una simple observación del president cuando afirmó que "los miembros del gobierno son conocedores de que las leyes están para cumplirlas y así obrarán en consecuencia. La ley se cumplirá".
Las banderas volvían a ondear en lo alto de la conselleria de Puigcercós. La autoridad del gobierno y de Montilla ha salido fortalecida y el conseller tragó el sapo si es que fue él el que ordenó arriar la bandera española. Sería poco inteligente plantear una crisis sobre las banderas cuando no es una de las preocupaciones prioritarias de la gran mayoría de catalanes.
He dado muchas vueltas por el mundo y siempre he tenido un gran respeto por todas las banderas y las instituciones en las que ondean. El nuevo Estatut dice que la bandera catalana "tiene que estar presente en los edificios públicos de la Generalitat", mientras que la ley estatal de uso de la bandera española estipula en su artículo tercero que la rojigualda "deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional (y) autonómica".
Si en el desarrollo del nuevo Estatut se regula que sólo deben ondear las banderas catalanas en los edificios públicos, será preceptivo que así sea. Pero mientras tanto, lo pertinente es que ondeen las dos. Puigcercós ha reaccionado con criterio realista. El país tiene muchos problemas de todas las magnitudes y sería poco afortunado que la bandera planteara las primeras discrepancias en un gobierno que ha nacido débil y tiene que ganarse la confianza con gestos de autoridad democrática. El tema de los "okupas" va en esta dirección.
Las banderas representan mucho para los ciudadanos de todas las naciones. La última encuesta de la Generalitat revela que aproximadamente la mitad de catalanes se sienten igualmente españoles. No veo ninguna necesidad de actuar a golpe de banderas y mucho menos que una bandera empuje a la otra hasta arriarla con nocturnidad. Catalunya tiene ahora los instrumentos jurídicos y estatutarios para introducir muchos cambios en todos los campos. Lo más prioritario es establecer la autoridad política del gobierno, de sus consellers y del president. En este sentido se ha actuado con buen criterio que no es otro que el cumplimiento de la ley vigente.
Por LLuis Foix
Fuente:La Vanguardia
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